En noviembre del año pasado, el video de un niño afrocolombiano inundó las redes sociales en Colombia. En la publicación, grabada con un celular y sin mayor producción, Yanfry aparecía vestido con el uniforme azul de su colegio. Caminando erguido y a paso firme por las calles de algún lugar del Pacífico, le dice a su tío –que está detrás de la cámara– que así es como caminan los hombres.
Yanfry Díaz tiene hoy cuatro años y más de cinco millones de seguidores distribuidos en las cuentas de Facebook, TikTok, Instagram y YouTube, que administran sus padres. Como en tantos otros casos en Internet, la fama de este niño llegó por accidente, pero ha sido aprovechada. Un mánager lo representa desde Bogotá y atiende a las empresas que lo buscan para promocionar productos a través suyo.
Así, Yanfry ha visitado a la Policía, promovido juguetes, aparecido en comerciales de servicios de streaming y, recientemente, se convirtió en la imagen de una marca de chocolate. El problema, como lo denunció hace poco un reportaje de Vorágine, es que Yanfry sufre problemas de azúcar.
La historia de los niños y niñas influencers es una actualización de la vieja historia de los menores de edad y la industria del entretenimiento. Probablemente el antecedente más relevante se encuentra en Jackie Coogan, un actor estadounidense que a los siete años se convirtió en una celebridad mundial por protagonizar la película The Kid junto a Charlie Chaplin. Su nombre, además, le dio título a la ley que protege a los actores menores de edad en California, aprobada pocos años después de que Coogan, ya siendo adulto, demandara a sus padres para que le devolvieran las ganancias percibidas en su infancia.
Al igual que para Coogan en su momento, hoy no existe una regulación que proteja a los menores de la fama instantánea, la exposición y el riesgo de explotación infantil que puede derivarse de su actividad en redes, que es cada vez más común y lucrativa. En 2018, Ryan Kaji, un niño de entonces ocho años, se convirtió en el youtuber mejor pagado del mundo al ganar 22 millones de dólares a través de su canal Ryan’s World, donde a diario se publican reseñas de juguetes y videos sobre su vida cotidiana.
Hace unos meses, un informe presentado por un comité del parlamento británico llamó la atención sobre la necesidad de diseñar normas que fijen las reglas para el trabajo de niños y niñas en redes sociales, incluyendo límites a los horarios, protección de sus ingresos y supervisión de las autoridades.
“Los espectadores menores están particularmente en riesgo en un ambiente en el que no todo siempre es como parece, mientras hay una lamentable falta de protección para los jóvenes influencers que con frecuencia pasan muchas horas produciendo contenido lucrativo para otros”, se lee en el informe.
La actividad de niños y niñas en redes sociales puede tener consecuencias graves, especialmente cuando se convierte en la principal fuente de ingresos de una familia. De acuerdo con el documento, las largas horas de trabajo que requiere la producción del contenido pueden agotar física y mentalmente a los menores e imponerles una presión innecesaria. Además, la constante exposición de sus vidas, muchas veces en tiempo real, puede ponerlos en riesgo, dada la cantidad de personas que por esa vía pueden acceder a la ubicación de sus casas o de sus colegios.
Para Andrea Urbas, fundadora de Chicos.net, una organización argentina que se dedica a promover los derechos de la niñez en el entorno digital, es socialmente peligroso usar a los niños influenciadores para generar ingresos. La salud, educación y demás derechos de los niños y niñas deberían estar garantizados sin necesidad de que se conviertan en celebridades.
El trabajo en redes sociales, sobre todo el que convierte la vida cotidiana en contenido, puede afectar la privacidad de los menores. Como ocurre en alguna clase de canales, como los que publican vlogs familiares, llegan a exhibirse momentos muy personales de las vidas de los niños y niñas, como visitas médicas o reacciones a situaciones de estrés.
Para Urbas, hay además una falta de equilibrio y una relación de poder entre padres e hijos a la que hay que prestar atención. Cuando los niños y niñas son muy pequeños, “no tienen mucha posibilidad de oponerse o de hacer otra cosa” distinta a lo que digan sus padres. En el fondo, señala, los problemas vienen cuando todo pasa de ser un divertimento para convertirse en una exigencia y finalmente en un trabajo.
A todo esto se suman las dificultades propias de los creadores de contenido de cualquier edad: la ansiedad y la depresión como consecuencia del exceso de exposición, su dependencia de la aprobación social o el acoso del que muchas veces son objeto, por más de que no sean ellos mismos quienes manejen sus cuentas.
La popularidad de los kidfluencers, como se conoce a esta clase de creadores, ha atraído a empresas que encuentran en ellos una vitrina. La falta de normas claras también se proyecta sobre los requisitos adicionales que deberían cumplir las agencias de márketing para trabajar con menores de edad, sobre los cuales no hay certeza. Tampoco se alerta sobre el efecto de esta publicidad en los seguidores, millones de niños, niñas y adolescentes a los que a diario se les ofrecen productos cuyo beneficio es hoy objeto de debate.
Es el caso de los alimentos ultraprocesados y las bebidas azucaradas, dos tipos de productos que han combatido asociaciones médicas y de padres en América Latina y en el mundo. En una investigación de 2020, la American Academy of Pediatrics analizó los videos de niños y niñas influencers con más reproducciones en YouTube. Allí quedó en evidencia que estos contenidos –en los que se posicionan marcas de comida rápida y gaseosas– tienen millones de impresiones, lo que puede alterar las preferencias de consumo de menores de edad e incluso de los propios padres.
Rechazar ese éxito, sin embargo, no es sencillo para los padres y tutores. Antes de que fuera una figura pública, los padres de Yanfry no tenían cómo financiar los gastos para los tratamientos de la hipoglucemia y el hipotiroidismo de su hijo, como lo expuso Vorágine. Cuando podían, tenían que hacer un viaje de seis horas en bus para llegar a un centro médico en Cali, pues no había insumos necesarios en Istmina, el municipio donde viven, cuyos índices de pobreza alcanzan el 87%. Sin embargo, desde que se convirtió en influencer, Yanfry puede llegar a sus citas médicas en avión y tiene cubiertos los costos de transporte y hospedaje.
La base de seguidores de Yanfry sigue aumentando a la vez que llegan nuevas marcas para ponerlo como imagen. Su caso pone sobre la mesa varias de las tensiones del trabajo de niños y niñas como creadores de contenido: la posibilidad de ingresos para una familia, el registro de los momentos de su vida y la relación problemática con los productos que promueve.
Quizás, en más de un sentido, el texto que recita en el comercial de la marca de chocolate que lo tiene como imagen de su última campaña ilustra la posición de varios kidfluencers: “Hoy tengo un día tenaz: me toca prepararme mi desayuno, llevar el carro al taller y dejar unas cuentas hechas. Por eso tomo chocolate (...) porque necesito energía para cada día”. Habla, en efecto, como un adulto trabajador.