En la misma rueda de prensa en que propuso una política de presión económica para anexar Canadá a Estados Unidos e insinuó intervenciones militares en Panamá y Groenlandia, Donald Trump fue preguntado por los cambios en Meta. En un reel de Instagram, Mark Zuckerberg había anunciado que terminarán los programas de verificación de información (fact-checking), se simplificarán las normas de la plataforma y moverán parte del personal de California a Texas.
– ¿Cree que Zuckerberg está respondiendo a las amenazas que usted le ha hecho en el pasado?– indagó el periodista.
– Probablemente... sí, probablemente– dijo Trump con desparpajo y satisfacción.
Al final de la película Trump siempre gana. En enero de 2021, Meta suspendió sus cuentas en Facebook e Instagram por instigar la toma del Capitolio en Washington. En agosto pasado, el entonces candidato prometió encarcelar a Mark Zuckerberg "por el resto de su vida" si intervenía en la elección presidencial. Tres meses después, Zuckerberg cenó con el presidente electo en su mansión de Mar-a-Lago. Y, esta semana, el fundador de Meta se plegó de lleno al trumpismo.
La noticia no sorprende. El proceso de conversión de varios líderes del sector digital viene de tiempo atrás. Además de Elon Musk, que compró Twitter para convertirlo en el megáfono de la campaña de Trump, está Jeff Bezos, que dio línea para que su periódico, el Washington Post, se abstuviera de manifestar su apoyo por algún candidato –como solía hacerlo y que en esta ocasión iba a decantarse por Kamala Harris–. El mismo Washington Post que hace unos días censuró a la caricaturista Anna Telnaes precisamente por retratar la obsecuencia de Bezos ante Trump. Y en el mismo camino está el famoso inversor de capital Marc Andreessen, otrora un disciplinado demócrata, que apoyó a Trump en la campaña y, según él mismo, ahora pasa la mitad de su tiempo asesorándolo.
Poniéndose a tono con el zeitgeist de la política gringa, Zuckerberg dejó de ser el ejecutivo disciplinado que en 2018 se daba golpes de pecho y pedía perdón en el Congreso norteamericano por los posibles daños de su compañía. En septiembre pasado, dijo que haberle prestado tanta atención a la presión pública por los problemas de Meta fue un “error de cálculo político de veinte años”. Ahora, con el pelo más largo, algo bronceado y luciendo camisetas con eslóganes en griego ("Aprender a través del sufrimiento", se leía en una), busca verse desafiante.
Zuckerberg no sólo le dará una vuelta de tuerca a la política de contenidos de Meta, sino que también está moviendo fichas clave para alinearse con el gobierno entrante. Dana White, presidente de la multinacional de artes marciales mixtas UFC y amigo cercano de Trump –tanto así que pasó a la tarima el día de su elección– entró a la junta directiva. El lobista republicano Joel Kaplan, por su parte, asumió la vicepresidencia global de políticas públicas en reemplazo de Nick Clegg, el ex vice primer ministro británico. Kaplan debutó comentando los anuncios de su nuevo jefe en la cadena Fox.
El objetivo principal de Zuckerberg y los demás cacaos digitales es sacudirse de las investigaciones internas en Estados Unidos y armar un bloque para enfrentar los avances regulatorios y judiciales de países con mercados relevantes como India y Brasil y, sobre todo, de la Unión Europea: "Vamos a trabajar con el presidente Trump para contrarrestar a los gobiernos de todo el mundo. Están atacando a las empresas estadounidenses y presionando para censurar más". En cualquier caso, Zuckerberg fue enfático en aclarar que los cambios se implementarán inicialmente en Estados Unidos. Una cosa es jugar de local y otra de visitante, y Bruselas ha demostrado tener dientes.
Desde el periodismo y la sociedad civil, las reacciones han oscilado entre la alarma y el pánico. La periodista y premio Nobel filipina Maria Ressa auguró "tiempos extremadamente peligrosos" y un "mundo sin hechos" apropiado para un dictador. Nicole Gill, de Accountable Tech, advirtió que vendría un aumento en el odio, la desinformación y las conspiraciones en línea. Y, según el reportero de tecnología Casey Newton, un exempleado de Meta considera que la decisión es "precursora del genocidio".
A pesar de la indudable preocupación que representa una alianza entre Meta y el Universo MAGA, y de que la decisión fue comunicada de una forma "profundamente deshonesta", en palabras de la cofundadora del Information Futures Lab, Stefanie Friedhoff, estas respuestas pasan por alto el desgaste del modelo actual. Con buenas intenciones, pero también con visión de túnel, los demócratas, Silicon Valley y un sector de la sociedad civil estructuraron una serie de intervenciones alrededor de la libertad de expresión en línea que están en mora de repensarse. Una aproximación que, además, aportó su grano de arena en el fortalecimiento del proyecto reaccionario que regresa a la Casa Blanca.
"Los gobiernos y medios de comunicación tradicionales han impulsado la censura cada vez más", dijo Zuckerberg al comienzo de su declaración. Y agrega más adelante: "Las recientes elecciones también parecen un punto de inflexión cultural hacia, una vez más, dar prioridad a la expresión". Darle prioridad a la expresión se concretará en la eliminación de algunas restricciones de las reglas de Meta –las normas comunitarias– en asuntos como migración y género.
Por ejemplo, ahora tendrán mayor margen de protección las opiniones sobre sexo y género que puedan ser insultantes o excluyentes en el contexto de discusiones políticas. También se tolerarán señalamientos de enfermedad mental o anormalidad relacionadas con el género o la orientación sexual. Antes, en uno y otro caso, este tipo de expresiones no estaban permitidas.
Aunque Zuckerberg versión 2025 pretenda desmarcarse, él hizo parte del liderazgo de Silicon Valley que imprimió esa visión en las reglas de las plataformas y que el trumpismo siempre ha descalificado como una cultura sofocante de corrección política y censura. No ha sido un dilema menor: en las redes sociales abunda el contenido de odio, la intimidación y la discriminación contra mujeres, comunidades y grupos minoritarios. Pero, así mismo, las limitaciones a la difusión de información y opiniones son ambiguas, con listas de palabras excluidas, casos y excepciones, que la Inteligencia Artificial no resuelve y los moderadores de contenido –en su mayoría contratistas estilo 'call center'– deben evaluar en segundos. El resultado es un sistema inconsistente, imposible de hacer a escala y lleno de 'falsos positivos'.
"Lo que comenzó como un movimiento para ser más inclusivo, cada vez se ha utilizado más para silenciar opiniones y excluir a personas con ideas diferentes, y esto ha ido demasiado lejos", planteó Zuckerberg a manera de justificación. Más allá de que en este giro Meta deja ver su vacuidad y simplemente copia el parlamento de Musk, el hartazgo que plantea está en el núcleo del problema.
Para los autores Helen Pluckrose y James Lindsay, las demandas de igualdad y justicia social están en tensión con los principios liberales de la libertad de expresión. La causa progresista se ha enfocado en elementos como la subjetividad de la ofensa, el daño potencial y las equiparaciones de discursos con formas de violencia, un propósito que se ha vuelto dogmático para enfrentar las expresiones desafiantes. En esas condiciones, los movimientos populistas de derecha posan de salvadores, vendiendo la idea de que están haciendo "una última y desesperada defensa del liberalismo y la democracia contra una creciente marea de progresismo y globalismo".
La acción de arbitrar el comportamiento de la gente en espacios digitales es hoy por hoy un campo minado de politización, polarización y disputa de reivindicaciones identitarias. Según la analista Renée DiResta, "en lugar de simplemente limitar lo que se podía decir en línea, las reglas parecían indicar qué perspectivas tenían poder en la plaza pública digital". Al final del día, los usuarios ven la moderación que les afecta como el fruto de un sesgo.
Durante la elección presidencial de 2016 los republicanos demostraron su capacidad de dominar la conversación pública desplegando mentiras y ataques a través de televisión por cable y operaciones coordinadas en redes sociales. El episodio de Cambridge Analytica –un tanto agrandado por la prensa y capitalizado por los críticos– fue la postal de ese momento. La instrumentalización de la libertad de expresión para después capturarla y asumir su defensa como derecho, fue una innovación muy dañina para el debate público. Hoy es marca registrada del trumpismo.
Después vino la pandemia, un episodio histórico que nos recordó lo malos que somos para juzgar nuestro presente. En medio de la incertidumbre y la presión pública, Facebook, Twitter y Youtube creaban reglas sobre la marcha, eliminaban contenidos y suspendían cuentas que hacían recomendaciones riesgosas o difundían información falsa sobre la crisis de salud pública (incluso llegó a prohibirse decir que el virus había salido de un laboratorio en Wuhan). Para los republicanos, que siempre criticaron el exceso de controles durante la pandemia, fue una ocasión inmejorable para consolidar su narrativa.
Sin abandonar el tono provocador, Zuckerberg tomó otra determinación estructural frente a los últimos ocho años de trabajo contra la manipulación en línea: "Vamos a deshacernos de los verificadores de hechos y reemplazarlos con notas comunitarias similares a X, comenzando en Estados Unidos". Y añadió: "Después de que Trump fuera elegido por primera vez en 2016, los medios tradicionales escribieron sin parar sobre cómo la desinformación era una amenaza para la democracia. Intentamos de buena fe abordar esas preocupaciones sin convertirnos en los árbitros de la verdad, pero los verificadores de hechos han sido demasiado sesgados políticamente y han destruido más confianza de la que han creado".
En efecto, con el veredicto de la opinión pública en contra, a finales de 2016 Meta (en ese entonces Facebook) lanzó el programa global de fact-checking con organizaciones de la sociedad civil. En 2023 contaba con cerca de 90 integrantes en más de 120 países que verificaban información en 60 idiomas. Según cifras de la compañía, para 2022 habían invertido 100 millones de dólares en el proyecto. Sin embargo, como explicó la alianza regional de LatamChequea, "en ningún caso los chequeadores deciden qué ocurre con los contenidos".
En términos generales, el programa funciona así: a través de sistemas automatizados y con apoyo humano, Meta identifica publicaciones problemáticas, prioriza algunas y las remite a los verificadores externos –en el caso de América Latina, medios de comunicación como La Silla Vacía y Animal Político, y organizaciones como Chequeado, Ecuador Chequea y Colombiacheck–. Después de un trabajo de revisión y contrastación, estos terceros pueden calificar el contenido como "falso", "alterado", "parcialmente falso" o "sin contexto".
Meta utiliza estos insumos para etiquetar el contenido, proporcionar un enlace a la verificación e, incluso, reducir la visibilidad de la publicación. El contenido y los anuncios de políticos y funcionarios no son elegibles para el proceso de chequeo ya que, según Meta, limitar este discurso "dejaría a la gente menos informada" sobre lo que estos actores dicen, y haría que "fueran menos responsables de sus palabras”.
Un simple vistazo a este mecanismo permite entender sus limitaciones. Mientras las noticias falsas se fabrican al por mayor y van en moto –más ahora con las herramientas de Inteligencia Artificial–, las verificaciones toman más tiempo y van a pie. Casi como una queja, Meta ha informado al Consejo asesor de contenidos –una especie de 'Corte Suprema' creada por la compañía en 2020– que una abrumadora mayoría del material en la cola de verificación nunca es revisado por los verificadores de datos.
Pasarle una cuenta de cobro a la sociedad civil por el elefante en la sala de las redes sociales puede ser rentable políticamente en este presente, pero no sirve para resolver el problema. El contenido indeseado –desinformación, amenazas, doxing, acoso, explotación sexual– no es una mera externalidad de las plataformas, sino un producto. La economía de la atención optimiza el ruido y la interacción a toda costa. Dame los incentivos y te diré el resultado.
Las notas comunitarias, que prácticamente reemplazaron en X la moderación de contenidos, ahora son propuestas por Zuckerberg como alternativa. Estas glosas a las publicaciones hechas por usuarios calificados son una herramienta interesante de autorregulación y contexto, pero tienen sus propias limitaciones. Alrededor de la crisis en Venezuela, por ejemplo, las notas comunitarias se volvieron otro foro de especulación y mentiras. Pensar que esta será la solución, a costo cero para las empresas, es una invitación para que autoridades y reguladores en el mundo intervengan. Para no ir lejos, en Brasil Lula le dio 72 horas a Meta para que explique la terminación del programa de verificación.
Dicho esto, no se puede obviar el verdadero impacto de esta iniciativa de Meta. No se trata de los supuestos sesgos que arguye Zuckerberg. Según las cifras que la misma compañía presentó ante la Unión Europea, apenas el 3% de los errores por 'castigos' a la visibilidad de contenido provinieron de los reportes de fact-checking. El reto está en realidad en el limitado alcance y efecto que tienen las verificaciones.
Por un lado, la descentralización de plataformas y fragmentación de audiencias dificulta que los chequeos lleguen a quienes consumen en primera instancia la desinformación. El contenido falso se construye simultáneamente en muchos frentes, abiertos y cerrados. Por el otro, y más difícil aún, la manipulación obedece a factores que no logran resolverse con diagnósticos fácticos (sobre este tema, escribí este texto hace un par de meses). La evidencia indica que hay variables difíciles de abordar en términos de espacios, tiempos y adherencia.
Esto no significa que el fact-checking deba abandonarse. Si bien, como plantea LatamChequea, “el periodismo de verificación no empezó con el programa de Meta”, sí era el principal financiador. Para el periodismo y la sociedad civil este producto se había convertido en un salvavidas económico, y de ahí que el descontento con esta noticia vaya más allá del interés público. En la larga confrontación entre las redes sociales y los medios de comunicación, donde el primero se apoderó del negocio y después del oficio, este episodio solo profundizará la lista de agravios.
Todo esto sucede mientras observamos la acción desde América Latina como meros espectadores. Para las plataformas de internet, la moderación de contenidos en la región nunca ha sido prioritaria. Y aunque las normas comunitarias han protegido en muchas instancias a usuarios expuestos a ataques o intimidaciones, abundan también las decisiones equivocadas y arbitrarias contra activistas, caricaturistas y simples opinadores (en Circuito hemos documentado varios casos). Entre tanto, la sociedad civil exige transparencia y el cumplimiento de estándares de derechos humanos, mientras los gobiernos y legisladores improvisan soluciones de cara, por supuesto, a la tribuna de las redes sociales.
La transformación de Twitter en un zombi a manos de Elon Musk y la voltereta oportunista de Mark Zuckerberg inauguraron un nuevo capítulo en la era digital. El reto es táctico y estratégico. Debemos trabajar en soluciones prácticas para ponderar y resolver las expectativas de expresión de la gente. Debemos entender también las razones estructurales detrás de las propuestas políticas que minan la democracia y gozan de popularidad. Pero no avanzaremos en ese esfuerzo sin un espíritu crítico frente a las convicciones que impulsan la causa y las historias que contamos. Y eso, como alguna vez puse en el estado del perfil de Facebook en la década pasada, es complicado.
Abogado de la Universidad de Los Andes y magíster en Media and Communication Governance del London School of Economics. Exdirector de políticas públicas de Twitter para América Latina Hispanohablante; exdirector de la Fundación para la Libertad de Prensa. Actualmente es Director Ejecutivo de Linterna Verde y productor de contenido de opinión y análisis.